del 27 de septiembre al 5 de noviembre
Los ocho cuadros que integran Als ich can tienen un evidente punto en común: en todos ellos se representa alguna obra artística preexistente. Todas esas obras, además, apade la Zona en Stalker o de los iconos que Andréi Rubliev pintaba en Andrei Rubliev. Qué duda cabe de que las películas de Tarkovsky son bellas. Qué duda cabe, también, de que la suya es una belleza muy poco convencional, que no nos produce placer ni agrado sino perplejidad y a veces un poco de horror. Hay una sacralidad indefinida en la obra de Tarkovsky de la que Gorka García Herrera parece beber en su pintura.
Que Als ich can no haya sido concebida desde un andamiaje conceptual previo no quiere decir, sin embargo, que dichas interpretaciones no puedan tener lugar. Tal vez esto sea lo más fascinante de la obra de Gorka: que, al hacernos entrar en colisión con la extrañeza más absoluta, nos obliga a encontrar explicaciones y respuestas. Esas respuestas se nos presentan a veces como evidentes, como elecciones meditadas, pero resultan a la postre no haber sido previstas por el autor. No, al menos, desde un discurso racional. Pero como sabemos muy bien, la grandeza de un artista no se mide por lo que comprende, sino por lo que nos hace comprender. Hasta podría decirse que el artista, para ser artista, ha de ser un poco ignorante. Del misterio, de aquello que no cierra ni puede ser explicado, de la incertidumbre radical: de todo eso se ocupa el arte.
Por eso no podemos concebir a Di os pintando un cuadro o escribiendo una novela. ¿Qué clase de cuadro pintaría Dios, si Dios acaso existiera y además pintara? ¿A qué otra realidad querría asomarse desde su propia ventana? Alguien que tuviera todas las respuestas no crearía nada, sino que se limitaría meramente a existir. Es cierto que a lo largo del tiempo Dios ha sido concebido como demiurgo e incluso como artista del mundo: pero el arte de Dios no es, no puede versar sobre el mundo. Su obra ha de ser el mundo mismo, tal y como lo conocemos, o mejor aún, tal y como lo desconocemos.
Ocho cuadros: ocho ventanas que a su vez contienen otras ventanas. Y en esa ventana última no veo a Goya, ni a Jan van Eyck, ni a Juan Muñoz. No veo, ni siquiera, al propio Gorka García Herrera. Lo que veo es un espejo en el que todos nosotros, el artista y también su público, estamos invitados a contemplarnos.